Texto: Lorenzo Rodríguez Garrido

Si como reza el tópico la vida es un gran viaje, el cine ―que, según José Luis Garci, uno de los cineastas que más y mejor ha escrito sobre el séptimo arte, es una vida de repuesto― no podía quedar al margen de esta vocación viajera. Hay muchas formas de viajar o, mejor aún, muchos tipos de viaje, y todo depende de la mirada del viajero. Hay viajeros que dan la vuelta al mundo y no son capaces de aprender nada (como aquellos turistas americanos de Playtime, la estupenda y lúcida película de Jacques Tati) y a otros, sin embargo, les basta con bajar a la calle a comprar tabaco para vivir numerosas aventuras: incluso los hay que no vuelven… Ya decía Rilke que hay que aprender a ver.

Hay viajes en solitario y viajes en pareja («Viajar a Marte / o al cuarto de la plancha, / pero contigo», susurra Luis Alberto de Cuenca). Viajes alrededor del cuarto, como quiere Maistre, aquel militar del siglo XVIII, o sin salir de él, igual que Fernán-Gómez en El anacoreta. Hay viajes por el espacio, y de eso Kubrick sabe algo, y viajes con la mente: ahí está El vagabundo de las estrellas de Jack London, quizá la mayor defensa de la imaginación jamás escrita; ahí está Érase una vez américa de Sergio Leone, el sueño psicodélico más hermoso jamás filmado. Hay viajes interiores y viajes anteriores. Y también hay viajes alrededor del ombligo, pero eso lo dejamos para otro día.

Sí, el tópico está en lo cierto: toda vida es un relato y todo relato es un viaje. Un relato significa movimiento. ¿Y qué otra cosa hacemos sino movernos de aquí para allá con la lengua fuera? Si deseáramos estar quietos, poner nuestra vida en suspenso colgándola de la percha junto a los pantalones viejos, las aguas del tiempo ya se encargarían de zarandearnos. Braceamos en la épica, aunque sea cotidiana. No, me temo que no hay escapatoria para el viaje. Todo nace de éste y todo remite a él. Incluso la palabra progreso, tan en boca de nuestros políticos en los últimos días, tiene su origen en el concepto de viaje. Progressus significa desplazamiento; si es hacia El Dorado o hacia el abismo eso todavía está por ver. Para ese viaje no necesitamos alforjas, dice el refrán.

Un buen viaje siempre es largo. Y debemos cuidar que así sea. Debe estar salpicado de rodeos y meandros, de paradas en el camino, de noches al raso. Debe ser abierto, hospitalario con aquello que vaya saliendo a nuestro paso, igual que la buena columna, pero yo quería hablarles de cine. Pocas manifestaciones artísticas han sabido reflejar con tanta fuerza la idea del viaje. Desde Viaje a la luna (1902) de Georges Méliès, pasando por La caravana de Oregón (1923), Centauros del desierto (1956), En busca del arca pérdida (1981) hasta llegar a Up (2009), por citar unos cuantos hitos, el viaje es una presencia constante en la historia del celuloide. En el fondo, no hay ninguna película sin la presencia de éste, pues el héroe siempre llega cambiado al final: su paisaje interior ya es otro. El paisaje exterior, exuberante o desolado, suele ser un personaje más en las llamadas road-movies; y en esto, como en tanto, el cine bebe directamente de la literatura. Qué sería del romanticismo sin esos bosques lúgubres o castillos encantados. Con frecuencia, el color del paisaje es una metáfora del clima moral de los personajes que lo recorren, presagio del destino que les aguarda, y eso es justo lo que pasa en Easy Rider (1969), la existencial película de Dennis Hopper, fundacional en muchos aspectos. A veces, la geometría de un paisaje dice mucho de la historia que envuelve: los caminos, carreteras y encrucijadas que transitan durante décadas Audrey Hepburn y Albert Finney en esa inmortal radiografía sobre la pareja que es Dos en la carretera.

Ya dice Borges que lo mejor del viaje son los preparativos. Así que antes de que llegue ―y con él una posible redención―, podemos aligerar la espera con la lectura de Road trips. 40 itinerarios por las carreteras más bellas del mundo, una joya que atesora algunos de los rincones más sugestivos del planeta. Un libro para perderse durante horas y horas. Porque viajar tal vez no sea necesario, pero leer siempre lo es.