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Cuántas cosas nos perderíamos si como viajeros no dejamos que nuestra nariz, la responsable de un sentido un poco olvidado pero muy importante: el olfato, viaje entre calles, rincones y sensaciones y sea un testigo más de nuestra aventura. Los recuerdos más bonitos de un viaje se asocian a un conjunto de sensaciones que hemos ido albergando y no solo nos impresiona la belleza de un monumento o el sabor de la gastronomía local, el olor está presente en cada paso que damos.

Los peregrinos que realizan el Camino de Santiago lo saben muy bien y cada etapa tiene los suyos propios. Hoy nuestro blog hace un viaje a través de la sabiduría y de la nariz de Antón Pombo, uno de los mayores expertos del camino por haberlo realizado y por llevar en la mochila más de una decena de libros escritos sobre él. Ahora acaba de publicar, en Anaya Touring, un libro singular para disfrutar en casa y deleitarse con los 101 lugares del Camino de Santiago sorprendentes  para que cuando volvamos a viajar podamos hacer nuestro camino pensando en esos rincones, y porque no, en sus olores.

 

APROXIMARSE A LA GLORIA EN EL AROMA DE UNAS LENTEJAS

Texto de Antón Pombo

Acaso por ser el menos valorado de los sentidos, habiendo quedado asociado a una etapa superada de la evolución en la especie -mito generado a finales del siglo XIX por el médico y antropólogo francés Paul Broca-, el olfato no suele tener un gran protagonismo en la literatura, hecha la salvedad de aquella desmesura concebida por Patrick Süskind, ni en los relatos odepóricos.

A menudo encasillamos el mundo de los olores en un territorio exótico, digamos que oriental, y la primera imagen que nos sugiere es un tradicional mercado de especias como los existentes al otro lado del estrecho, por ejemplo, en Marrakech o Fez, de los que emanan unos efluvios que alteran la capacidad perceptiva de las atrofiadas pituitarias europeas. En realidad, y pese a que Galeno ya comprendió que este sentido residía en nuestro cerebro, la exaltación del olfato tan solo acapara pequeñas dosis en el planeta del consumo, por supuesto durante la campaña de Navidad, cuando las multinacionales del perfume nos bombardean sin piedad para colocar sus destilados de “esencias”, o cuando en clave Ratatouille se nos conduce emocionalmente a rememorar, para elogiar las supuestas bondades de cualquier bazofia procesada, los aromas de la niñez.


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La exaltación alegórica del olfato, presente en cuadros como el de Brueghel el Viejo y Rubens en el Museo del Prado, nos suele trasladar a un idealizado jardín colmado de flores, todo un clamor para conjurar la vigente anosmia. Sin embargo, en vez de caer en el culto a la fragancia, siempre como dulce antítesis de la practicada por el asesino-psicópata Jean-Baptiste Grenouille suskindiano, en la experiencia diaria de un viajero a cámara lenta, tal es un peregrino del Camino de Santiago, se pueden percibir muchos olores agradables, y todo ello merced a un proceso natural conocido por la neurociencia, que permite a quienes hacen largos trayectos a pie por el campo potenciar notablemente, a partir de los diez días de marcha, la capacidad olfativa.

Quién puede olvidar el aroma del azahar en los pueblos meridionales de la Vía de la Plata, el procedente del matorral mediterráneo compuesto por jaras, tomillo o romero, el que emana de la corteza del alcornoque recién extraída, de los nidos de golondrinas o cigüeñas, del ganado vacuno o porcino suelto por las dehesas, el inequívoco de las almazaras, de los secaderos de jamones, de las tahonas cociendo el pan…


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Y en los caminos del Norte cómo no recordar ese aire cargado de salitre procedente del Cantábrico, el intenso olor del pescado fresco en puertos, lonjas, conserveras, la niebla que parece haber arrebatado la esencia aromática de la hierba recién segada, ese inconfundible ambiente de la tierra recién mojada por una tormenta primaveral, o los efluvios lácteos de granjas y queserías…


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En cuanto al Camino Francés, dos pueden ser sus emblemas olfativos: los asociados al mundo del vino, con su apogeo en los procesos de fermentación y maduración procedentes de las bodegas navarras, riojanas o bercianas, y aquellos originados por el cultivo de cereales en la Meseta, un olor para cada estación hasta que ardan los rastrojos.


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Más allá de las peculiaridades de cada itinerario, existe no obstante un verdadero perfume universal común a todos ellos, ahora desaparecido, que es el del sudor, primera identidad de cada peregrino más allá de nación, credo o grupo social, una marca global de la especie, con sus grados y variaciones, que el esfuerzo diario intensifica para condensarse, en la llegada a los albergues, en eso que ha venido denominándose el olor a humanidad.

Siendo múltiples las posibilidades, si tuviésemos que destacar un aroma del Camino, que en este caso antecede a vista y gusto, este podría ser el procedente de una pota de lentejas en plena cocción cuando te aproximas, al atardecer, a la puerta de un albergue. Por una parte, se convierte en el más merecido premio al esfuerzo de la jornada, pero a la vez puede causar un inconsciente regocijo, a través de un fulminante y bucólico retorno a la infancia -sobre todo para nuestra generación del baby boom-, y en suma pasa a convertirse en icono de la hospitalidad tradicional que los voluntarios desarrollan en determinados albergues.


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Tan solo por volver a sentir este acercamiento a la Gloria, pues ya Santa Teresa dejó dicho que Dios estaba también entre los pucheros, deseamos cuanto antes regresar, libres y con nuestra nariz convertida en hocico, al Camino.